Un
breve recuento en mi vida laboral
El
inicio
En
el año 1978, en plena transición de mando, ingresé como empleada pública, aún
no había asumido el Dr. Guzmán la presidencia de la República, lo cual
significa que llegué antes que él. Todavía estábamos gobernados por el Dr.
Balaguer. Esperaba respuestas a varias solicitudes de trabajo cuando, en mi
casa se recibió una llamada telefónica
de Margarita Jana Tactuk, para decir que debía presentarme a trabajar al Departamento
de Revisión de Recaudaciones de la Dirección General de Rentas Internas.
A
los dieciocho años de edad ya tenía mi primer trabajo. Sentía una mezcla de
euforia y nerviosismo, porque a pesar de haber cursado el bachillerato en un liceo
comercial donde había aprendido mecanografía, taquigrafía, contabilidad, y
demás. No tenía ninguna experiencia al respecto y no sabía a lo que me
enfrentaría.
La
ilusión y la expectativa
Al
llegar al edificio de la Institución sentí una enorme emoción. Ya antes había
pasado por allí y había visto la majestuosidad de su estructura y había comentado
con mi familia y mis amigos el magnífico lugar donde trabajaría. Me sentía
privilegiada, porque no todo el mundo tenía la suerte de obtener un empleo y
menos como ese. Las expectativas desbordaban toda imaginación en torno al
ámbito laboral que me aguardaba. Más tarde vendrían los ajustes que imponen la
realidad.
En
una de las entradas laterales del edificio, pregunté al vigilante por
Margarita, quién era la Encargada del Departamento de Contabilidad de la
empresa. Allí me dirigí y ella me recibió con la amplia sonrisa que la caracteriza, conduciéndome a la Sección de Revisión de Recaudaciones.
La
llegada
En
el cuarto piso, con vista a la calle Leopoldo Navarro, ahí estaba, un espacio
rectangular, con dos filas de escritorios a todo lo largo, y tres al frente. El
encargado, Don Tiburcio, un señor de unos treinta y nueve o cuarenta años de
edad; pelo gris y pasos lentos, del cual me enteré que era Licenciado en
Letras, de las pocas personas entonces que coincidía con mi carrera
universitaria, tenía su asiento al centro. A mano izquierda, cerca de la única
puerta que había, estaba Calíope Deyanira, su asistente. A su lado derecho estaba una figura pequeña de
mujer de nombre Evelin, era la
secretaria, y de quien guardo buenos recuerdos por su empatía y amistad. Los
tres miraban de frente a los demás empleados
detrás
y a la izquierda de las dos hileras de escritorios habían colocados anaqueles
metálicos que contenían paquetes de papeles en folders, así como libros con los
las informaciones financieras que se ordenaban trimestralmente.
El temor y la incertidumbre
Ya
en la puerta, Margarita me presenta con don Tiburcio, un señor de unos treinta
y nueve o cuarenta años de edad; pelo gris y pasos lentos. Se acercó y le
extendió mi nombramiento. A seguidas, luego de saludar y despedir a Margarita,
encomendó mi aprendizaje a doña Ligia.
Antes
pude observar una cantidad de papeles, empaquetados y separados con banditas de
gomas, estaban dispuestos unos sobre otros en cada escritorio, y apenas
permitían ver los rostros de los empleados que se ocultaban detrás de ellos.
Algunos me miraban con caras de circunstancias pero sin dejar de teclear sus
máquinas sumadoras con una habilidad impresionante,
sin mirar siquiera la rapidez de la labor que ejecutaban sus dedos. Sentí pánico. En un solo instante,
imagine pensamientos de compasión en aquellas miradas que parecían
descalificarme para desempeñar una labor reservada para seres de otro mundo,
con dotes especiales.
Mi dulce y paciente mentora
Y es
en este punto, a partir de este momento que intentaré describir en esta breve historia,
ha sido el motivo de mi recuento, porque ha dejado una agradable huella en mi
memoria para siempre. El dulce trato y la amabilidad dispensada por doña Ligia,
convirtieron en poco tiempo mi terror inicial en tan sólo la inseguridad normal, de quien está frente a
una experiencia desconocida.
A pesar
del tiempo transcurrido, su memoria sigue fresca como el primer día. De figura delgada y estatura baja, de pelo
corto, canoso y rizado. A pesar de su edad, unos cincuenta y tantos años, sus movimientos eran ágiles y suaves a la
vez. Me inspiraba la seguridad y la confianza que proyectaba. Llevaba largos
años de labor en la institución. Como muchas de sus compañeras, mayores igual
que ella, habían sido transferida a diferentes colecturías y posiciones, por lo
cual había acumulado mucha experiencia y conocía al dedillo el manejo de la
empresa. Esto en parte, era el producto de los muchos cambios de
administraciones que le toco vivir durante su vista laboral allí. Todos le
profesaban el merecido respeto que había ganado por su correcto proceder, lo
cual le otorgaba autoridad y liderazgo ante los demás, incluyendo el mismo
encargado del departamento.
La sorpresa, la motivación y
el resultado final
El
programa de entrenamiento que se aplicaba por lo regular, durante dos a tres
meses, lo aprendí en tan sólo tres días.
Recuerdo aun la sorpresa de don Tiburcio y de mis compañeros. Escuché a
don Tiburcio preguntar: Ligia, ¿Estés segura que ya puede comenzar el trabajo?
Y ella respondió, -Estoy segura.
Con
el tiempo he reflexionado y llegado a la conclusión de que este acontecimiento
en mi vida laboral se debió a dos factores: a la disposición que adopté desde
el primer día del entrenamiento: a veces me sorprendía a mí misma despierta a
las tres de la mañana, repasando en la memoria cada explicación, por temor a la
humillación por incompetencia, lo cual representaba una enorme motivación al
esfuerzo de aprender.
Pero,
a lo que más he atribuido el éxito de este
resultado, fue las frases puntuales de aliento y seguridad que doña
Ligia utilizaba para motivarme y para infundir la seguridad que yo necesitaba para
comprender tolo lo que necesitaba saber en el entrenamiento para desempeñar mi
tarea. Luego de eso, al momento de recibir mi trabajo diario, escuché en
susurros que decían, -Vamos a darle a la nueva las colecturías más grandes. Ya
luego sabría a qué se referían.
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